El cerebro 2.0

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Mientras las computadoras se integran en las escuelas se reanima el debate acerca de los efectos de las nuevas tecnologías en el cerebro humano. En un extremo, los conservadores apocalípticos advierten que la web está atrofiando el cerebro de nuestros hijos. En la otra punta, los entusiastas reciben con los brazos abiertos cada nueva tecnología como un avance democrático y liberador. En el medio, entre quienes ven sólo involución y quienes ven sólo evolución, hay tantas posiciones como personas. Pero olvidaremos a conciencia los innumerables grises reduciendo la inasible “naturaleza” humana a sólo dos tipos de personas, los que están a favor de las tendencias y los que están en contra. Tomaremos la simplificación propia de las democracias bipartidistas: dos grandes bandos, conservadores y progresistas.

Después de todo, en cada momento crucial de la historia emergen herramientas impulsadas por unos y resistidas por otros. Cuando surgió la escritura, Platón se opuso a su divulgación argumentando que atentaba contra la memoria, guardiana de la tradición oral, que no respondía como los maestros ni gesticulaba como los oradores, que podía ser manipulada por los sofistas o caer en manos de los simples, provocando malos entendidos y atentando contra la República. Dos mil años después, no quedan cuerdos que cuestionen la escritura. Hoy la pulseada entre los eternos rivales, que cambian de lenguaje y de cuerpo, gira alrededor del mundo web.

En el número tres de la revista Orsai, José Cervera plantea una defensa contra los ataques del libro “Superficiales”, de Nicholas Carr. De un lado, Carr afirma que algunas características de internet, como el hipertexto, la multiplicidad de fuentes, la velocidad, nos vuelven más compulsivos, distraídos, dispersos, intolerantes, superficiales, inconstantes, atentando contra el conocimiento introspectivo, el pensamiento profundo y la especialización propia de las disciplinas convencionales. Del otro lado, Cervera contesta reivindicando otra forma de inteligencia, elevando lo “superficial” sobre lo “profundo”. Plantea que la introspección puede conducir a un abismo estéril en la medida que excluye las conexiones múltiples, la explosión de novedades y la circulación de sentidos. Invierte los valores señalando las ventajas de los “bajíos de la mente”. Cree que las nuevas ideas, que luego conforman el saber, surgen en una zona fértil que está en los límites de las disciplinas, no en sus profundidades. Y, por lo tanto, concluye que la web nos está otorgando una inteligencia interdisciplinaria, creativa y mejor adaptada para el siglo XXI.

Detrás de los detalles, se esconde el debate maniqueo de siempre. Uno percibe que la web nos cambia para bien, acercándonos creativamente al paraíso terrenal. El otro percibe que la web nos cambia para mal, acercándonos arrogantemente al mismo infierno. Pero lo más significativo es que los dos están de acuerdo en una cosa: la web nos cambia decisivamente. Desde el garrote en adelante, las tecnologías nos atraviesan modificando estructuralmente nuestra manera de relacionarnos con la naturaleza, con los otros y con nosotros mismos. Somos un animal tecnológico, nuestras herramientas cambian el mundo y los esquemas cognitivos mediante el cual lo percibimos y lo formamos. Por eso, hoy las neurociencias, la psicología, la pedagogía y otras ciencias sociales, estudian los efectos 2.0. Mientras el mundo no se detiene y las maestras reemplazan, con más o menos entusiasmo, el puntero por el cursor.

¿Qué perciben ustedes? ¿La web nos hace mejores o peores? Los invitamos a tomar partido o a hilar tan fino como quieran.

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