El Gran Pez

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Hace demasiados años un creativo publicitario me confesó algo valioso. Me reservo su nombre para poder contarles que usaba sus flexibles horas de almuerzo (era Redactor Senior en una gran agencia internacional) para hacerse unos pesos extra en un emprendimiento donde yo probaba suerte como junior. Como él decía, este escamoteo no era nada comparado con las extensas quintas aparte de sus jefes. Lo cierto es que yo era cómplice y beneficiario, porque a él le pagaban para capacitarme. Con este fin, mis jefes habían ideado una peculiar rutina para sacarle el jugo a las horas del acelerado gurú. Yo debía recibirlo en la estación de subte y ponerlo al tanto de los proyectos mientras lo escoltaba diez cuadras hasta nuestra oficina. Apenas llegaba, él abría por compulsión ciega la heladera y tomaba Coca-Cola como un camello. Vaso en mano, ordenaba presentaciones, diseños y ajustaba briefs. Aprovechaba cada intervalo para tirar máximas sobre el marketing y la vida misma. Antes de irse, irrumpía en la oficina de los jefes y proponía a viva voz acciones osadas. Recargado de valor, después de jugar a la cabeza de ratón bajo la atenta mirada de cuatro gatos locos, encaraba el ascensor. Yo lo seguía. “Tienen que arriesgar más. ¿A qué aspiran? ¿Quieren ser la agencia BTL que asiste en las promociones?”, arengaba mientras se peinaba con la mano mirándose al espejo y se acomodaba la ropa. Salíamos a la calle como sale un fórmula uno de boxes, e inmediatamente arrancaba un ping-pong de ideas. A medida que volvíamos a la estación y salían algunas puntas, se iba aplacando un poco. Fue en estas vueltas, justo en la esquina de la calle Juncal y Agüero, cuando me dijo lo siguiente: “Juanpi, ¿sabés qué? (la pausa fue extremadamente larga); las ideas no están en la agencia; están en la calle; esa es la verdad”. Tal vez solo quería motivar mi marcha, libreta en mano. Pero una palabra cala mucho más hondo después de un buen silencio, y más aún después del único silencio que escuché de este histriónico maestro en casi dos años. Tal vez lo tenía todo planeado para dejarme esta enseñanza tan simple pero de tan profundas implicancias. Cuando cambió la luz del semáforo, crucé con esta idea que hoy es parte de mí. No recuerdo exactamente cómo siguió el desarrollo. Pero en resumen me confesó que sus mejores ideas, las que habían competido por oros en el famoso Festival Cannes Lions Internacional de Creatividad, se le habían ocurrido paseando y por azar. Ese día supe que las ideas no se generan sobre una ronda de pufs en una agencia de publicidad, entre un pizarrón con frases de Einstein y Confucio, un frío metegol y las luminosas Macs. Los típicos “brainstormings” sirven para sacar ideas menores, esas que pueden gustarle al cliente y a veces incluso vender un poco. Pero las grandes ideas escapan de estas reuniones como los peces de un muelle abarrotado por un concurso de pesca. Desde entonces traté de sorprender a las ideas en los lugares menos pensados. O de pasearme por muchos lugares esperando que ellas me sorprendan a mí. Desde ese día tuve la excusa perfecta para pensar sobre la vida misma y estudiar las grandes ideas de la humanidad en horario laboral. Mirando para otro lado, pero con la carnada en las aguas publicitarias, logré pescar algunas piezas dignas. Pero todavía sigo esperando toparme con mi gran pez.

 

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